La habitación se ve como una vieja fotografía en tonos de grises. La postal muestra al comedor de una casa que se quedó congelada al menos un siglo en el tiempo.
Frente al Sr. J se encuentra una mesa de roble oscuro con
seis sillas -también de roble- dispuestas ordenadamente a su alrededor. Sobre
la misma hay dos platos limpios que parecieran no haber sido utilizados. Los
cubiertos están ubicados en sus respectivos lugares y dos copas de vino tinto
esperan ser bebidas por los invisibles comensales. En el centro de la mesa, un
candelabro de bronce se irgue con sus velas encendidas, siendo esta la única
iluminación que recibe la sala.
Las sombras tambaleantes generadas por el ir y venir de las
llamas se prestan para confundir los sentidos del visitante y generar fantasmas
que escapan a su mirada; sólo logra percibirlos observándolos por el rabillo
del ojo.
Una de las ventanas –la que da a un jardín lateral de la
casa- se halla abierta, y por ella ingresa un fuerte y frío viento
cuasi-invernal que sacude con violencia una pesada cortina de color beige.
Debajo de la inquieta cortina -totalmente fuera de contexto-
una antigua cómoda maltrecha hace las veces de soporte para un blanco teléfono
a disco cubierto de polvo.
La figura humana que invadió la descrita morada avanza dos
pasos en dirección al mugriento aparato, sin antes detenerse brevemente para
contemplar por segunda vez la “obra de arte” que hiciera que reaccionara
gritando un insulto al adentrarse en el lugar.
El imponente cuadro cuelga de una de las paredes; su dorado
marco brilla como si hubiera sido recién fundido por la mano de alguna deidad
mitológica. En su lienzo, el espanto. La ilustración ofrece la imagen de una
bella dama yaciendo desnuda en un barroso suelo, mientras que un deforme y
sombrío ser de lúgubres colores se abalanza sobre ella y se alimenta de sus
tintas entrañas. Los ojos de la muchacha parecen mirar directamente dentro del
alma de quien ose escrutar tamaña representación dantesca.
Sólo una cosa logra despegar la atención del hombre de tan
magnética e inicua maldición: el timbre del teléfono suena repetidamente desde
la cómoda.
Una gota de sudor le recorre la espalda. Se acerca al pálido
artilugio. Se detiene, otra vez. Sus miedos comienzan a tener fundamentos.
Desde su nueva posición el Sr. J puede notar que el polvo
cubre al teléfono, pero no así al resto del mueble –ni a ningún otro-. También
puede notar –horrorizado- que el artefacto no se encuentra conectado a cable
alguno.
Contra su voluntad, la mano derecha del individuo se posa
sobre el tubo del teléfono.
¿Fin?
Esta historia episódica se publica simultáneamente en el
blog del Sr. Jack - infinitosobreinfinito.blogspot.com